No me buscáis porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna. Jn 6,25
Aquellos ascetas que hacían de la indiferencia virtud, no podían imaginar lo que hemos conseguido hacer de ella. Somos capaces de tener ante nuestros sentidos los deseos siempre soñados y, por arte de no se sabe qué, dejarlos pasar, indiferentes, abstraídos por una vida que ni siquiera sentimos intensamente. Sobreestimulamos tanto nuestros sentidos que poco nos sorprende; aprendemos a caminar tan a largo plazo que la urgencia por llegar nos despista de la belleza del mismo camino; presentimos tantas victorias finales dando sentido a nuestra vida que olvidamos las difíciles victorias diarias que suponen conocer, amar, perdonar, levantarse; esperamos cambios tan grandes y tan absolutos que nos perdemos el milagro constante de la vida.
Es esa indiferencia la que nos hace cristianos insignificantes, religiosos apegados a costumbres y a finales que nos hacen poco creíbles, gente de palabras y promesas pero no de gestos. Y la vida se nos acerca cada día, tanto y con tanta intensidad que nos pilla de nuevo descolocados, sermoneando tal vez sobre lo bonita que es y la importancia de celebrarla, pero sin vivirla, solo pasando de puntillas. Es una vida que nos acecha, con la misma fuerza que los que se encaraman a las vallas de Melilla o corren en Calais para entrar al Eurotúnel, tal vez sea esa fuerza la que nos ha acabado haciendo indiferentes, porque nos damos cuenta de que las arrugas de nuestra fe no nos hacen más sabios sino más tristes.
Jesús siente que aquellos que le siguen también andan indiferentes, se quedan mirando el dedo que señala la luna, incapaces de atreverse a levantar una mirada que cambiará su perspectiva y también sus vidas. Eran buscadores de milagros a los que se escapaban esos otros signos que nos reconcilian con la vida: saludar a un desconocido, escuchar a un amigo sin mirar el móvil a cada instante, llamar a alguien de quien hace tiempo no sé nada, visitar a un enfermo, sonreír, dar una moneda al que me pide en el semáforo, abrazar, confiar, sentir que me tiro a la vida sin red.
La indiferencia no es ya virtud sino pecado, porque nos acerca al reino de lo fácil y nos aleja de las presencias que realmente nos salvan; nos promete una vida sin obstáculos que en poco tiempo nos descubrirá viviendo junto a otros pero realmente solos, buscadores de experiencias cada vez más significativas, pero individuales. Cuando seamos capaces de nuevo de contar a un amigo cómo estamos, cara a cara, sin utilizar Facebook o WhatsApp, y nos importe que sea él, o ella, quien nos escuche, sin importarnos si el resto del cibermundo queda ignorante ante nuestra vida, entonces, solo entonces, estaremos tomando un alimento de vida eterna.
Clarificador
Me gustaMe gusta
SI NO HEMOS VUELTO DEMASIADO INDIFERENTES ,MAS PREOCUPADOS DE QUE PONEN EN LA RED QUE DEL QUE TENEMOS DELANTE .
Me gustaMe gusta